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Cuentos

El sabor del mango

Era un mango en la hierba húmeda. Su piel rojiza estaba salpicada de grandes manchas marrones a través de las cuales su néctar podrido maceraba. La anciana miró la fruta en descomposición, tenía un impulso irresistible de tocarla.

La anciana llevaba un gran sombrero. El sol castigaba y ella estaba cansada de sus rayos tan duros. Con los años pasó a preferir el invierno, la suspensión y el desprendimiento que le inspiraba la lluvia fría.

Parada sobre su taburete de madera, con sus manos arrancando mangos maduros de las ramas, la anciana nunca estaba realmente allí. Sin embargo, le gustaba hacer estos gestos cuando las tardes todavía cantan y la fruta está ácida.

Sus severos rasgos, que el tiempo modeló, subrayaban la tristeza de sus ojos negros. En ellos se podían leer las tardes de silencio y los cafés amargos, el aroma de un estanque, la astilla incrustada bajo su piel de vidrio. Sus pequeñas manos, frágiles y temblorosas bajo la luna de plomo, dejaron que se percibiera un flujo grueso y lento, como la muerte. Sin duda ya estaba muerta, impasible ante la límpida danza de las hojas en el suelo.

En medio de su distracción, la anciana oyó un grito. Venía de su hígado, de la bilis, o quizás era el viento. El sonido hacía malabares en el aire y como un titiritero escurridizo, con un gesto ciego soltó un mechón de su pelo. La hebilla metálica solía estar atada, y aunque había perdido su vitalidad, aún retenía una tímida onda que rozaba su mejilla. Era como un pincel tratando de revivir una vieja pintura que había perdido su luz.

El acero reflejaba una vida abrumadora, el chirrido de polluelos que esperaban con picos abierto el chasquido aterciopelado de las alas de su madre y sus sensibles garras, desde la corteza hasta las raíces.

La anciana pronunció un grito de dolor. La astilla que había estado ardiendo durante semanas estaba febril y se plantó como una hoja en su piel. El movimiento hizo que se cayera del taburete y como a veces hay encuentros brutales, la anciana vio algo en la distancia que le llamó la atención.

Era un mango en la hierba húmeda. Su piel rojiza estaba salpicada de grandes manchas marrones a través de las cuales su néctar podrido maceraba. La anciana miró la fruta en descomposición, tenía un impulso irresistible de tocarla. Suavemente, metió el dedo en la mermelada de la fruta e hizo ligeros giros circulares.

Con cada nuevo ir y venir le parecía que el líquido volvía a la vida, y no era falso. Del mango emanaba un exquisito calor ardiente que se parecía con el sol. Los ojos de la mujer estaban cerrados. Ella no había sentido algo así en mucho tiempo y en su boca pálida una sonrisa alegre apareció. Una pequeña hormiga le hacía cosquillas en la fruta.

Texto traducido del francés. Publicado originalmente en La Griffe, Revue étudiante d’écriture.


Camille Octobre

Además de varios escritos cortos (cuentos, poesía), también trabajo como directora de documentales.

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