I
– In english or in spanish?
– I don’t care. Hablo español muy bueno.
Así, en portuñol mexicanizado, el Brasileño empezó su relato.
II
– Al llegar al Cabo el cielo todavía se declinaba del verde al rojo, su sol puesto por montañas secas. A mi izquierda, gigantes cactus y árboles enanos igualmente espinosos. A mi derecha, una playa de arena blanca rayada de piedras y un mar de oro tranquilo, abrazados. Mi objetivo, una casa abandonada a la punta del Cabo, balanceaba al ritmo de mis pasos deseosos de deshacerse de la mochila que pesaba un lar.
Sólo despacito fui distinguiendo el señor septuagenario que fumaba un puro apoyado sobre la cerca inútil de la casa.
“Hola, soy gringo!” me gritaron sus ojos azules, el rojizo lechoso de su piel y su gorra de pescar.
“Hola”, le contesté.
“Hello”, respondió él a mi blancura.
“You live here?”
El gringo miró el desmadre de piedra detrás de sí, el espacio donde antes estaba una puerta, el techo tumbado, los muros rayados de cruces negras, y se rió:
“I don’t fancy ruines, son.” Reímos. “I’ve been sleeping on the other side of this beach for the last couple of days and I’m pretty sure this place is abandoned.”
“Nice place to camp?”
“Hell yeah! As quiet as you could ask for. Nobody to bother you. Heaven.”
“Hope I don’t bother you.”
Él sonrió y se fue diciendo:
“Good night, kid. And, ah, hum, merry Christmas.”
III
– La playa al otro lado del Cabo, ahí donde dormía el Gringo, se veía como un arco negro que brillaba a la luna llena. Ustedes ya estuvieron en esa playa, supongo. ¿Está bien rara, no? Toda formada de piedras negras, grandes como mi mano. Imagínense el mar depositando piedra sobre piedra en la arena, cantando con su voz roca y monótona mientras la luna lo lame las rugas con su lengua plateada. De ahí nacen aquellas dunas rocosas de más de dos metros.
¿No? Como sea.
El hecho es que en este paisaje caminaba yo a tropezones. Pensaba en invitar el Gringo a una cena navideña improvisada. Llevaba unos restos de pan, atún y queso plastificado en la mochila.
Ahora que lo pienso, era absurda esa mi búsqueda por compañía. Antes, la sensación de estar sólo en uno de estos paisajes salvajes y remotos era lo que más deseaba; pero cuando finalmente alcanzo la soledad perfecta temo por mi sanidad. El Cabo me metía un miedo sin objeto consciente.
Miré largamente el camping car apagado del Gringo. Me vi ahí, en esta casa nómada y solitaria, como en un espejo que arrugara mi piel e hiciera canas de mi pelo. Me paré y di unos pasos, implorando mis neuronas por pensamientos más jocosos. Nada. Todos mis recuerdos felices estaban, al menos, a un mar de distancia. Di un suspiro de miedo. Lancé unas piedras al agua, para distraer las manos. Jugué a escalar y bajar las dunas, para distraer los pies. Y nada.
Hasta que encontré el triciclo. Al principio no se veía más que una mancha blanca surfeando sobre las piedras. La iluminé con mi lanterna barata. Era un triciclo de plástico con guiones azules cubierto de piedras simétricamente posicionadas, con una concha sobre el asiento.
“Aquí, con esta memoria hecha altar surrealista, estaré menos sólo”, dije y me quedé acostado al lado del triciclo, mirando las estrellas y comiendo mi Sandwich asqueroso, acompañado de una metáfora.
IV
– Hay un poeta chileno, un simbolista tardío. Se me fue su nombre, pero total que él se hizo célebre por su explicación del dios Apolo. Está en un libro llamado Tesoro de la mitología griega. Busquen-lo. Va más o menos así :
“Después de mucho meditar en las cumbres que lanzan su sombra sobre el pacífico, accedí a la razón por la cual los griegos hicieron del dios del sol el patrono de la perfección artística. Cualquiera que haya visto cómo pinta nuestro disco vital el cielo al combatir la oscuridad, se convence de que la perfección estética es posible y…”
– Pinche Brasileño! Ya basta con tus pendejadas. ¿Te crees bien piche poeta, verdad? Pues a mí me caes bien puto. ¿Crees que estamos aquí para una clase de literatura o qué? Háblanos del Gringo de una vez.
– We want to know about the Gringo.
– Cálmense, cálmense. I will get there, señores. A eso llego ahorita. Yes, yes. Bueno, qué decía?
En ese texto del chileno pensaba yo cuando, surgido del olor de su puro, me dijo el Gringo:
“It’s beautiful, ain’t it?” Se refería al atardecer en el Cabo.
“It’s perfect”, dije. Silencio.
“I used to have a house here on this beach.”
“So why do you stay in a camping car?”
“Stuff happened.” Su voz sonaba a luto. Como no sé decir mis pésames en inglés, me callé y seguí mirando los colores del cielo.
“And ah, what’s your name?” pregunté después que todo ya se veía azul y amarillo.
“Bill”, dijo el pinche gringo prendiendo otro puro.
“Nice to meet you, Kléber.”
“Where are you from?”
“Brasil.”
Él se rió; “Brazil? You’re a long way from home.”
“How about you?”
“I’m from Washington State.”
“That’s pretty far up north.”
“Yup.”
“You drove all the way here by your self?”
“All the way, by my self. Do it every year. Lots of memories. Good weather.”
“Like the birds.”
Él se rió: “Like the birds.”
V
Al final de la charla, fui invitado a cenar en su camping car. Ya estaba harto de comer atún con pan y soledad. Acepté inmediatamente. Le pregunté si quería que preparara un plato brasileño, una moqueca de ovo, pero él insistió que prefería cocinar un pescado fresco (dizque era muy el pescador, El Gringo). Soy costeño, no pude decir no. Nos dimos cita al atardecer.
Pasé el día a toda madre. Me fumé un porro, me tomé medio papel, temprano, para que se me bajara chido (¿Qué?, ustedes ya lo sabían), escribí un cuento que me gustó, me bañé en la playa y, por supuesto, medité largamente sobre la estética del sol. Siquiera vi al gringo.
Al atardecer, me vino buscar a la punta del Cabo y me llevó a su camping car, donde había puesto una mesa con dos sillas, unas chelas y el plato principal: un pescado frito cubierto de jitomates, cebollas, pimientos y ajo. Todo el pequeño espacio olía a hambre, mismo para mi estómago de papel.
El Gringo se sentó a la mesa, yo lo acompañé.
“How about a little preyer before dinner?” me dijo, y sacó de su chamarra un porrote grande así… dio uno baisas y me lo pasó. Yo, por buen huésped, lo acepté.
“So, just travelin’ around the Baja?”, me preguntó.
“Yeah”, respondí regresándole el porro.
“And what do you think?”
“It’s like the border between the desert and the sea. No place feels as lonely as a border.”
“So you like being lonely?” me preguntó el Gringo pasándome el porro.
“Kindda.”
“So why are you here having dinner with me then?” preguntó con una risa de veterano.
“For the fish” respondí, regresándole el porro.
Mientras él carcajeaba y tosía le pregunté, por venganza: “Dont’t you have a family?”
“I had one. They passed away years ago. My daughter would be about your age.” La tranquilidad del Gringo era impresionante. Esperó que se le quitara la tos, dio unos baisas, me pasó el porro y continuó como si nada: “That place you’re camping in, I used to have a house right there. A palapa. One night a hurricane came and bum!, the whole place comes crumbling down. Not a wall was left standing. A huge log fell from the ceiling straight on my wife’s head. And she was sleeping right beside me.” El Gringo se quedó un rato callado, abrió una chela y tomó dos tragos. Le pasé el porro y quiso. Después de unos baisas más lo apagué mientras el Gringo continuaba: “My daughter’s body was found only three days latter, under the scrambled house. I was the only one to survive, unscathed.” Él sonrió. “Now I come here every year. Like the birds.”
El Gringo repentinamente se recordó del pez muerto sobre la mesa. “Well, what’s done’s done. Now’s all there’s left to do is eat out of this delicious fish!” Sin intervalo el Gringo de ojos rojos empezó comer del pescado a golpes de tenedor.
Hesité. La historia del Gringo me había dejado una pésima olla en la mente. Al principio me arrepentí de haber expuesto al anfitrión de manera tan ruda. Pronto el arrepentimiento se hizo compasión, y luego se convirtió en la molesta sensación de que era un sustituto a la familia del viejo. Al final, mientras el Gringo comía el pescado con una hambre salvaje, prevaleció el miedo del azul tranquilo de sus ojos, impasibles ante la mayor de las injusticias cósmicas. La carne del pez muerto empezaba a darme nauseas.
“Come on, eat up! It’s getting cold. Come on kid, don’t worry, I got over it already. And if you’re looking like that because you’re the superstitious type, the house you’re in right now is not exactly the one I had. Mine got completely destroyed. Another gringo bought the terrain and built this other house on it.”
“And what happened to him?”
“Don’t know. He disappeared years ago. Here, have some beer!” Con la lentitud de un septuagenario, el Gringo tomó un encendedor y hizo que intentaba abrir sin suceso otra caguama, luego despareció por una cortina detrás de sí y volvió con ella abierta.
– So you are saying that you didn’t see him open the beer?
– Exactly. Bueno, entonces tomé unos tragos con la esperanza de que me quitaría el ladrillo de pánico que pesaba en mi estómago y empecé a comer el pescado.
Mi estado de espíritu deplorable se expresó por un mutismo total mientras comía sin masticar. El Gringo, por otro lado, con la cerveza parecía haber ganado disposición para la charla y empezó a monologar sin mirarme. Explicó que era del Texas y estudió antropología en la Universidad de Summerside, Estado de Washington.
Luego, el Gringo reposó el tenedor, prendió un puro y me empezó a hablar del pueblo a quién había dedicado toda su carera de investigador: los Huixicali.
Los antiguos Huixicali, me explicó el Gringo con aires de maestro, vivían a los pies de la Sierra de la Laguna, donde hoy están los hoteles lujosos y los campos de golf de los Cabos, entre los cactus, la montaña y el maros. Cuando la civilización empezó a infectar la costa, en el siglo XVII, los Huxicali migraron al norte, a un oasis aislado entre el desierto del Vizcaíno y la Sierra de la Giganta, donde hoy viven.
Lo que más le intrigó al Gringo en los cinco años que pasó con los Huixicali fue la ceremonia de la quema de los dólares. Una vez al año, la comunidad Huixical elige cinco jóvenes de 17 a 25 años y los envía a robar dólares en un pueblo cercano, las víctimas más comunes son bancos y gasolineras. Si son bien sucedidos, los jóvenes vuelven a la comunidad, donde son recibidos como héroes.
Cuando ya tienen dólares suficientes, los ponen en una pila y la Jefa del pueblo declara oficialmente la apertura de la ceremonia. Se distribuye pisto y comida a la comunidad, luego todos bailan música de banda. Cuando ya están todos bien puestos, la Jefa baña la pila de dólares con gasolina y la prende. Después de examinar la llama para determinar cuando se debe empezar a sembrar la tierra, la jefa distribuye a cada persona un poco de las cenizas de dólar en un jarrito, que después los ponen en un altar, al lado de la Virgen de Guadalupe.
– I still don’t see what all this bullshit has to do with anything. All I want to know is what happened at the beach that night.
– I’m getting there. You have to hear the whole story, or you won’t understand.
– So hurry the fuck up.
– I’ll try. Bueno, como les decía…
El Gringo pasó casi todo el tiempo en que estuvo entre los Huixicali investigando la quema de los dólares. Aquella era una comunidad pacífica de personas amables y guadalupanas. ¿Cómo pudieron haber hecho del crimen violento un ritual lleno de alcohol y banda? Quién vive de lo que planta en el medio del desierto no suele quemar de manera festiva una pila con miles y miles de dólares. Además, a pesar de su aislamiento, los Huixicali parecen haber asimilado perfectamente la cultura mexicana mestiza. ¿Qué justificaba tan rara ceremonia?
La data de entrega de su tesis ya se aproximaba y nada de respuestas. El Gringo ya pensaba en abandonar el doctorado para vivir de hippie en las playas de Todos Santos. Pero, en su última noche con los Huixicali, la Jefa lo llamó a su casa y le enseño que los antiguos Huixicali practicaban ritos muy parecidos al de la quema de los dólares. Cada 278 dias, dijo ella, capturaban alguien de otra comunidad, le preparaban un banquete magnífico y le daban el extracto de un cactus hoy desconocido, que provocaba alucinaciones y parálisis de las extremidades. Acostaban el prisionero inmovilizado sobre una pila con los objetos más preciosos de los familiares muertos de la tribu y la Chamana interpretaba las alucinaciones del futuro sacrificado, para prever el clima o el resultado de batallas. Al amanecer, la Chamana tomaba una piedra ceremonial y golpeaba el prisionero en la cabeza. Luego, procedía a su desmembramiento. Cada Huixical regresaba entonces a su hogar con los objeto de sus antepasados embebidos de sangre y un pedazo del cuerpo. Con la llegada de los misionarios, se abandonó el sacrificio pero mantuvieron la ceremonia con lo que había de más precioso para su enemigos: primero el oro, después el dólar.
“Do you see?”, me preguntó el Gringo llenándose de entusiasmo. “The dolar burning ceremony is just a symbolic version of the ultimate sacrifice ritual. By death and hallucination the sacrificed body becomes an earthly bridge between us and the lost loved ones. It’s the greatest religion of the body there ever was! It transcendes the body into a church for the benefit of the community! I can’t think of a more beautiful way to die, or to honor our dead. Pity that la Jefa didn’t let me publish all she taught me, I ended up doing some lame ass ethnography for my thesis and… Kléber, my boy, are you all right?”
No estaba. De hecho me sentía asfixiado por la densa bruma de tabaco y mota que dejaba el aire del camping car con la consistencia de la leche. Mi boca se llenó con pescado y cerveza. Vomité antes mismo de abrir la puerta. El Gringo en lugar de enojarse casi lloraba de risa.
“Don’t they have that saying in Brazil…” fue lo último que escuché antes de tumbar inconsciente.
VI
– Cuando me desperté ya estaba afuera del camping car, entre las olas de piedra. Mi cuerpo dolía como si hubiera sido molido. El sol amanecía en rojo y amarillo.
Delante de mí el Gringo tocaba una guitarra y cantaba:
“I didn’t mean to take you up all your sweet time
I’ll give it right back to you one of these days”
En medio de la angustia y los dolores que sentía, la música me daba escalofríos.
“I said, I didn’t mean to take you up all your sweet time
I’ll give it right back to you one of these days”
– El Gringo continuaba a cantar y yo empezaba a darme cuenta de que estaba acostado sobre el triciclo blanco que había visto en la playa la noche anterior. Intenté gritar, pero mi garganta no funcionaba.
“And if I don’t meet you no more in this world
Then I’ll, I’ll meet you in the next one
And don’t be late, don’t be late”
Para mi felicidad percibí que mis manos se movían. Agarré una piedra, mi última esperanza e hice que dormía.
“’Cause I’m a voodoo child
Lord knows I’m a voodoo child
I’m a voodoo child”
Antes del solo final, el Gringo paró de tocar repentinamente y me dijo en un tono paternal:
“Come on, kid, I know you’re awake.” El gringo puso su guitarra cuidadosamente en el suelo. “It’s been nearly eight hours since you passed out. You said some pretty crazy shit while you were away.” El se rio. “The dreams of a young man… You screamed as if you were heaving labour pains. Then you stared talking Portuguese in a sweet voice. It seemed pretty interesting, but I obviously didn’t understand shit. Such a pity. That messed up my interpretation, but it’s OK, for all I could grasp, you dream was extremely positive.”
Luego pude escuchar sus pasos de viejo que caminaban en mi dirección. Abrí los ojos y, juro, vi una piedra roja en sus manos.
“Ha! See? I knew you were awake!”
Un rayo de adrenalina corrió por todo mi cuerpo y pude reaccionar. Lancé la piedra que tenia en la mano. Más por suerte que por precisión, ella atingió el Gringo en el medio de la testa. Él se fue al suelo con la mano en la cabeza. Entre sus dedos ya fluía sangre.
“Motherfucker! Motherfucker! You son of a bitch!”, me gritaba intentando pararse sin suceso, su cara toda roja.
Bajé del triciclo sobe el efecto de la adrenalina y me fui arrastrando a donde estaba el Gringo. Con la piedra roja que él tenía en la mano lo golpee siete veces en la cabeza, hasta que sus huesos se hicieran puré y sus piernas pararon de temblar.
Ya no me pude mover pero tampoco me quedé inconsciente. Estuve ahí, acostado al lado del Gringo horas y horas, vendo el cielo cambiar de color, hasta que, por la mañana, cuando el azul ya me quemaba el rostro, otro pescador gringo me encontró ahí, estirado y bañado de sangre seca.
VII
– So, what you’re telling us is that you acted in self defense because the Gringo wanted to sacrifice you to his dead family?
– Algo así.
– That’s the biggest bullshit story I’ve ever heard in my life. Pedro, puede llevar Mr. Kléber a su celda, por favor? Hoy mismo voy hablar con el embajada. Let’s see how you like an American prison, Mr. Kleber.
– Can’t be worse than a Brazilian. (risos)
– Wait ‘till the judge gives you the precise date of your death.
– Ándale, güey. Con un manotazo a la cabeza del Brasileño, Pedro, carcelero del Cerezo Santa Rosalía, empezó a acompañar el prisionero a su celda.
El procurador del estado de Texas salió por la otra puerta, atravesó el pabellón que olía a carne echada a perder y entró en su carro rentado, rezando para nunca más tener que regresar a esa cárcel perdida en medio de los cactus.
Arthur Temporal
Escribo aquí y en Cantos floridos. También soy el responsable de edición y diseño de la revista Encartes.