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El día que María vio caer el cielo sobre su cabeza

María vio caer el cielo sobre su cabeza el día que se quedó embarazada. Durante años había sufrido de vaginismo, lo que le impedía cualquier penetración. Aunque hubiera disfrutado de algunas caricias o de la suavidad arcillosa de una lengua cálida, eso no explicaría el bulto del tamaño de una casa que distorsionaba su estómago.

Hablando de casas, acababa de mudarse al número 10 de la Calle de la Cuarentena, un apartamento agradable aunque ligeramente sucio. Era pleno invierno y hacía frío. María se pasaba el día buscando un poco de luz, apoyada en el cristal de la terraza.

— Cuando llegue la primavera, cultivaré flores — solía decir.

Pero la primavera no estaba aquí y no eran flores las que crecían en su vientre.


María se enteró de la noticia esa misma mañana, cuando un dolor en el cuello la despertó de sus sueños. Primero fue el dolor, luego el bulto evidente, y finalmente la sorpresa de un detalle que no era un detalle: las sábanas blancas que había comprado el día anterior estaban ahora llenas de moho.

Dejaré que se imaginen el drama que hizo cuando se dio cuenta de que también habían sido víctimas del moho sus zapatillas, la mesilla de noche, las paredes y su dedo anular derecho. La culpa la tuvo el frío y la incapacidad de los dueños de explicarle cómo funcionaba el maldito radiador.

María tenía lágrimas en los ojos como las gotas de humedad llovían sobre la pared. Era desgarrador y terriblemente absurdo.

—Cuando llegue la primavera, cultivaré flores —continuó.

Pero no era el momento de pensar en el futuro. Las contracciones, cada vez más estrechas, indicaban la urgencia de la situación.

Agarró su iPhone dorado con su delicada y temblorosa mano y llamó a su amigo matrona.

María conoció al señor Gérard hacía apenas un año, en la fiesta de reyes. La rosca había sido dada por la municipalidad. El señor Gérard acababa de fracasar por segunda vez en el concurso de matronas y dijo a sí mismo que si por algún milagro en su trozo apareciera la faba, volvería a intentarlo una tercera vez. Resulta que el señor Gérard tuvo un golpe de suerte y hasta terminó aprobando el concurso.

De todos modos, allí estaba, más piadoso que nunca, y decidido a dar a luz al pequeño.

La tarea no era tan sencilla, era necesario encontrar el camino entre toda la podredumbre.

— Myxotrichum chartarum —recitaba el señor Gérard—. ¡Apesta!

Es cierto que la habitación se había vuelto particularmente desagradable. El olor era rancio y las paredes blancas gozaban de un nuevo color. El señor Gerard estaba tan absorto en esa transformación de la naturaleza que había olvidado a qué había venido. Fue al ver a María cuando recordó el trabajo que le esperaba.

Qué hermosa estaba, tumbada en su cama, su carne tierna y su piel lechosa en posición de abandono. Seguro dejaba su miserable vida cotidiana, la sombría inmovilidad, la soledad enfermiza, la libido que hace lo que quiere. María tenía la mirada extática de los dibujos de Rafael, el oscuro misterio de las pinturas de Giotto. Brillaba como un grito en su agonía silenciosa.

La tensión estaba en su punto más alto, cuando repentinamente un fuerte sonido de sábanas desgarradas resonó en la sala. No era otra cosa que el perineo de María abriéndose violentamente ante los ojos atónitos del señor Gerard.

Pero él sólo estaba al principio de su susto, porque no era un bebé, sino RATAS lo que salía del agujero de los orígenes. ¿Cómo era posible? Los roedores, cuatro… cinco… no, ¡seis! nadaban en una baba roja con pequeños residuos azules. Hacían sonidos penetrantes y bebían con avidez el apestoso néctar.

El pobre señor Gerard no sabía qué hacer. Al final había logrado pasar el concurso, pero nunca había tenido que enfrentarse a una situación así. Sin embargo, tuvo el reflejo de examinar el estado de la paciente.

No había duda, María estaba muerta. Su cuerpo era translúcido y ya estaba duro y frío como el mármol.

Pero había un elemento extraño que llamaba su atención. Algo latía en ella, algo que parecía vida. Era un punto a la altura de su ombligo. El señor Gerard quiso acceder a él. Introdujo el brazo en su vagina y luego revolvió el vientre de María hasta agarrar la cosa.

En el aterrador magma habían crecido flores.

Era enero, la escarcha se extendía por las calles y las casas, pero en la terraza crecían flores. Las más bellas de todas. Blancas, adornadas con manchas rojas.

16 de agosto de 2017

Camille Octobre

Además de varios escritos cortos (cuentos, poesía), también trabajo como directora de documentales.

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